CATALUÑA PLURAL EN UNA ESPAÑA DIVERSA

Actualidad de la Fundación





" Publicamos el texto integro de la conferencia que pronuncio el pasado dia 17 de junio D. Roberto Fernandez Diaz, en la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce, en Segovia y como clausura del IX Ciclo de conferencias sobre Valores y Sociedad, organizado por la Fundacion Valsain."

 

Quisiera empezar agradeciendo esta invitación del admirado amigo Álvaro Gil Robles y de la Fundación Valsaín porque entre otras cosas me permite volver una vez más a la monumental pero acogedora Segovia y poder hablar del tema del devenir de Cataluña en España en mi entrañable Castilla machadiana.

 

Advierto, sin embargo, que la conferencia que a continuación impartiré no es el fruto de un estudio científico con sus correspondientes comprobaciones empíricas. Lo que a continuación reflexionaré en voz alta, es tan solo un ensayo político subjetivo y desiderativo que busca, con modestia pero con determinación, fomentar la concordia y los acuerdos para ir encontrando soluciones a un problema que es secular y que se expresa en esta década en un momento sin duda muy álgido dentro de la longeva historia española. Pido de antemano perdón por si para algunos de ustedes mis afirmaciones les supone el descubrimiento de algún mediterráneo.

 

 

Y para que ustedes sepan de antemano cuales son los principios que inspiran mi exposición. Les confieso que son los de un catalanista que quiere defender la singularidad de Cataluña; un españolista que desea conservar la unidad de España; un federalista que está convencido de que es la forma mejor para mantener unidad y diversidad entre España y las Españas; un europeísta que defiende que los Estados Unidos de Europa debe ser nuestra gran meta colectiva y, por último, de un socialista que piensa que debemos seguir porfiando por luchar contra las desigualdades pero dentro de la libertad, la legalidad, el respeto a las instituciones y buscando la modernidad y el progreso.



Pienso que todos estaremos de acuerdo en una idea sencilla: nadie puede predecir lo que ocurrirá en los próximos tiempos en el grave contencioso existente entre el soberanismo catalán y España. Pero eso no me impide manifestar lo que a mí me gustaría que pasara, manteniendo la esperanza de que el deseo se pueda ir haciendo realidad, aunque solo sea parcial y progresivamente.

 

Hace pocos días leía en un periódico catalán que en 2017 un dirigente independentista le decía en una carta a las autoridades chinas que ganaría quien resistiera más y mejor. De ser cierta, me parece que no es una buena noticia pues revelaría una estrategia que puede llevarnos a todos por el camino de la perdición. Y lo creo porque esta forma de ver las cosas tiene de suyo el enfrentamiento como solución y la derrota del otro como única alternativa y, además, no percibe una realidad que me parece fundamental: el conflicto entre el independentismo catalán y España se ha convertido ya en un enfrentamiento dentro de la propia sociedad catalana que no es sólo político y electoral sino cívico, sentimental y de convivencia. 

 

  Utilizando las palabras que le escuche al lendakari Urkullu en una recepción que tuvo la amabilidad de concederme siendo presidente de CRUE. Pienso que si mantenemos la Cataluña polarizada de estos momentos, si no superamos la tendencia al frentismo, es posible que haya más nacionalistas en el futuro, pero también puede pasar que al final acabe habiendo menos “nación” por falta de convivencia a causa de una división civil creciente y finalmente irreparable. Y si se hacen imposiciones radicales desde el hipernacionalismo español, también es posible que al final existan menos ciudadanos que deseen libremente sentirse españoles, lo cual es contrario al interés de mantener la unidad de España que se desea defender como bien más preciado. Es bueno recordar, aquí y ahora, que la historia de Europa está plagada de enfrentamientos entre nacionalismos, que la han conducido a la Barbarie dejando atrás lo que considerábamos un proceso de Civilización inexorable.

 

Así pues, nunca es tarde para dialogar y sobre todo para escucharse mutuamente con empatía queriendo comprender los argumentos de la otra parte y situar ante ella los propios sin fanatismos ni fundamentalismos, sobre la base de la razón y del deseo previo de buscar acuerdos. Como decía Cervantes: a veces se desprecia lo que no se conoce bien. 

 

No se piense que todo esto lo afirmo desde la ingenuidad política o el “buenismo” social. Ocurre que estoy convencido de que se trata de una necesidad básica para evitar el desastre cívico al que se aboca cualquier colectividad cuando en ella triunfa la imposición en lugar del diálogo y el acuerdo. 

 

Por eso creo que en las actuales circunstancias bueno sería que los intelectuales ayudásemos a propiciar la conciliación, la concordia y la cohesión social. Precisamente las tres C que creo que más necesitamos en estos momentos los catalanes. Eso sí, unos intelectuales que renuncien a ser orgánicos de nadie, que combatan la mixtificación de la realidad, que den paso a lo objetivo por encima de lo sentimental sin dejar de contemplar este último e importante factor y, por último, que no permitan que el ideologismo quimérico campe por sus anchas anulando al conocimiento riguroso de la realidad.

 

En el actual contexto de crispación social, sentimental y política, tengo para mí que todavía nos faltan estudios rigurosos que desplacen los escritos apasionados y de parte que tenemos para explicar la causalidad factual y emocional de la actual situación. Unos estudios que tengan en cuenta que los acontecimientos y los ritmos del presente también están pautados por los procesos históricos, que necesitamos prensar históricamente nuestra actualidad y que la objetividad es un bien preciado para conseguir conocer la realidad y proceder, si así se desea, a su posible modificación. 

 

Ello significa que no podemos desligar dos estrategias complementarias que tienen temporalidades diferentes. 

 

La primera estrategia se remite al largo plazo y son las pretensiones del presidente Jordi Pujol, en su inteligente juego de nacionalismo en Cataluña y regionalismo en España, pretendiendo “hacer” a los catalanes (es decir, nacionalizar al estilo del siglo XIX) después de tener la capacidad jurídica y política de las recuperadas instituciones autonómicas. 

 

De hecho, desde la llegada al gobierno del presidente Pujol, se puso en marcha un consciente y eficaz proceso de nacionalización catalana a través de los más diversos mecanismos, entre los cuales han destacado la educación, la política lingüística, la política cultural, la policía autonómica, la acción exterior o los medios de comunicación, incluyendo en primera línea de esta tarea a los públicos. Como decía Pujol: ya tenemos autonomía pero ahora debemos hacer catalanes. Eran los “tiempos de construir”, título que el político nacionalista puso al segundo tomo de sus memorias. Se pensaba que era una política justa y necesaria para restaurar años de desnacionalización catalana y nacionalización españolista a manos del franquismo. Y en esta política debemos recordar que estuvieron de acuerdo también la mayoría de las fuerzas políticas, incluidos los gobiernos tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla. 

 

La tesis era sencilla: no resultaba necesario (ni conveniente) nacionalizar en clave española, pero sí era preciso, justo y perentorio volver a catalanizar (es decir, nacionalizar) Cataluña teniendo como referente elegido por el nacionalismo la situación anterior a 1714, cuando, en su opinión, los catalanes disponían de una autonomía casi plena (la mayoría de los nacionalistas afirman que de hecho se disponía de un verdadero Estado) para ejercer el gobierno mediante unas instituciones que, a diferencia de Castilla, eran mucho más participativas y democráticas y obligaban a un pactismo permanente entre el rey y las cortes. Así pues, había que nacionalizar Cataluña a partir de una idea silente pero efectiva: cuando a los catalanes se nos deja en libertad política somos más emprendedores, más eficaces y más democráticos que la España “castellanizadora”, que siempre ha tenido resabios autoritarios y centralistas desde que Carlos V derrotó a los comuneros en Castilla. 

 

La segunda estrategia se remite a que en el tiempo corto ha habido una radicalización de las posturas del nacionalismo catalán hacia el independentismo. Una radicalización que no ha sido en absoluto un producto espontáneo de las masas, sino que ha coincidido con la salida del Presidente Artur Más del Parlament de Cataluña en helicóptero por su rotunda y radical manera de abordar la crisis económica y con los inicios de las informaciones sobre la corrupción de Convergencia. 

 

En este contexto, pasar las responsabilidades de los males de Cataluña al gobierno español y, aún más, a la idea de España como Estado-nación, creo que ha sido un recurso esencial utilizado por una parte importante de las élites política, económicas e intelectuales catalanas bajo el lema genérico de que “España nos roba”. Es decir, de que en realidad no vivimos mejor porque España ha sido y es una rémora histórica para que los catalanes podamos tener una historia de constante progreso. Una España que según los defensores de estas ideas nunca nos ha entendido, que no nos entiende y, sobre todo, que está, por la propia naturaleza intrínseca de un Estado germinado por el castellano-centrismo, incapacitada para entendernos. Todo es un argumentario muy sencillo, incluso se puede afirmar que a veces es simplista, pero sin duda de una gran eficacia movilizadora de las conciencias.

 

Por eso, en el marco de la amenazadora globalización y de la gran crisis económica de 2008, una buena parte de la sociedad catalana ha sido convencida de que si vamos solos, si no dependemos de un Estado fracasado y opresor como el español, si recuperamos la soberanía nacional arrebatada por las armas franco-españolas en 1714, nos salvaremos y tendremos un progreso nacional constante. A saber:  la República catalana como una propuesta de progreso y modernidad. 

 

Una idea que ha acabado sacralizándose y dando paso a una creencia religiosa laica, a veces casi mística, que da sentido a la vida política, social y cívica de miles de catalanes en medio de un cierto vacío de proyecto nacional para España y para las Españas. Proyectos sobre España que deberían basarse en el patriotismo constitucional y no en el vetusto nacionalismo español autoritario y excluyente y a menudo también sacralizador de la idea de España. Una idea sacralizada de Cataluña inspirada en un cierto espíritu supremacista no deja de flotar en el ambiente del nacionalismo catalán y de combinarse con un evidente y eficaz sentimiento de agravio constante y de victimismo perenne. Y bien sabemos que las víctimas, aunque sean ficticias, pueden dar paso fácilmente a los héroes. 

 

Pero en esta conferencia no quiero detenerme especialmente en el conflicto entre una parte de los catalanes con el proyecto histórico de España. Me interesa sobremanera afirmar que debemos recordar de forma permanente e insistente que también existe un conflicto importante en el seno de la propia sociedad catalana. Un conflicto que no debe ignorarse porque su solución es paralela a la solución del conflicto entre el nacionalismo catalán y la idea de España como Estado-nación. 

 

Y para la resolución de ese problema creo que es urgente y necesario que se acuda a los valores de la conciliación, la concordia y la cohesión social en el marco de la propia sociedad catalana utilizando el inexorable mecanismo humano del diálogo. Una permanente conciliación que no precise de la intervención de terceros, sino que sea el fruto de una productiva conversación entre todos los catalanes para conseguir una gran concordia entendida como un pacto general, a partir de la asunción de la catalanidad, que favorezca una fuerte cohesión social que indique, a su vez, un alto grado de consenso entorno a la pertenencia a un proyecto común (y no patrimonialista) llamado Cataluña. 

 

Ahora bien, ese imperativo diálogo entre catalanes debe tener la intención previa de acordar, lo cual requiere a su vez de algunas condiciones mínimas que las partes deben admitir y practicar. 

 

Creo que es muy conveniente recordar que conversar significa aceptar el compromiso de renunciar al ideologismo, es decir, el compromiso de evitar que las ideologías campen por sus respetos sin necesidad de estar confrontadas con el conocimiento objetivo de la realidad. Por eso debemos salvar principios de la lógica formal como el de “no contradicción” y primar lo objetivo antes que lo subjetivo, utilizar correctamente el lenguaje definiendo con precisión y claridad los conceptos y no instaurarnos como “intelectuales orgánicos” de lo “nuestro” para buscar la “hegemonía” social y política de las ideas propias a costa de cualquier precio colectivo y sin la menor duda intelectual sobre ellas. 

 

Y en cuestiones de lógica formal, es conveniente que lo que es una crítica para el nacionalismo español lo sea igualmente para el catalán cuando se valora exactamente el mismo tipo de hecho o comportamientos en uno y otro caso. Si no estoy equivocado, la lógica formal tiene sus propias reglas que son las que han posibilitado tener un conocimiento de la realidad sabiendo que se comparte con todos los humanos unas mismas convenciones normativas para la creación del pensamiento.

 

Igualmente hemos de abandonar la utilización indebida, interesada y a menudo manipuladora y sectaria del lenguaje. Es evidente que esta utilización del lenguaje por la cual una “parte” de los catalanes o de los españoles se convierte “mágicamente” en el “todo”, no es desinteresada. No lo es en el caso de las autoridades oficiales, ni tampoco en el de los partidos políticos ni por supuesto en el de determinados medios de comunicación que se han puesto al servicio partidista de una determinada causa partidaria olvidando sus obligaciones deontológicas profesionales centradas necesariamente en la ecuanimidad y la objetividad. No digo que esta sinécdoque todos la hagan con mala intención, pero quienes lo hacen de forma mecánica e inconsciente no dejan de ser cómplices responsables de lo que sin duda es una utilización política del lenguaje de carácter proselitista y de bandería. 

 

Y si bien esto que afirmo afecta a diversos medios de comunicación de toda España, comprenderán que como catalán sufra de forma más habitual y lacerante la política comunicativa de la radio y la televisión pública catalanas. Me parece muy perjudicial y peligroso para la democracia que, con el dinero de todos los catalanes, aquella entidad que debía ser la BBC catalana se haya convertido realmente en una televisión de agitación y propaganda al servicio del independentismo y del actual gobierno soberanista aceptando que el “fin político” justifica el servicio partidista de los “medios periodísticos”.  Sinceramente, no creo que la legítima causa independentista requiera de la manipulación informativa de los ciudadanos. La manipulación informativa es un atentado contra la democracia la realice quien la realice. El excepcionalismo histórico que justifica los medios para alcanzar los fines, puede ser un peligro evidente para las bases fundamentales de la democracia.

 

Los poderes públicos de Cataluña tienen que reconocer la pluralidad de pensamiento de los catalanes y deben cesar en su intento manipulador del lenguaje destinado a crear una sentimentalidad que sirva al objeto último de conseguir una hegemonía social y política a favor del independentismo. En las “sociedades abiertas” de las que hablaba Karl Popper, siempre tiene enormes peligros perseguir la “hegemonía” ideológica, pero hacerlo además con las cartas marcadas desde el poder político es una verdadera inmoralidad pública que se acerca mucho a comportamientos propios de administraciones no democráticas. Y los valores morales algo tienen que decir en el comportamiento de los políticos, de los periodistas o de los periodistas-políticos que, por cierto, en el caso de estos últimos, suelen cobrar emolumentos nada despreciables comparativamente con otros servidores públicos. 

 

Los medios públicos catalanes deberían practicar una política informativa favorable a la catalanidad integradora y no ser la correa de transmisión del intento de pensamiento único y de monopolismo político de una parte del soberanismo, ni por supuesto deberían silenciar de forma descarnada a quienes tienen opiniones diferentes. De hecho, se han convertido en medios oficialistas y en verdaderos silenciadores de una parte importante de la opinión pública catalana, y eso no deja de ser un grave déficit democrático que no debemos ocultar. 

 

Los medios públicos no pueden ser un agit-prop que prescinda de la deontología profesional que reclama la neutralidad, la ecuanimidad y la objetividad como los valores informativos principales que permite a la ciudadanía tomar en libertad sus decisiones gracias a disponer de una información veraz y no propagandística. Lo contrario es sencillamente hacer trampa y dar una ventaja inestimable a una determinada opinión política sobre el futuro de Cataluña. 

 

Permítanme hacer una proclama: ¡cuánto bien haría a la concordia que determinada prensa catalana o española decidiera no contribuir a los desencuentros practicando una intolerable militancia partidista alejada de la deontología profesional que exige, cuando menos, separar la información de la opinión! ¡Cuánto bien haría que no actuaran sólo para satisfacer los oídos de sus lectores más afines y a menudo más radicalizados, sino que lo hiciera con el ánimo de contribuir a la reflexión serena y a la búsqueda de entendimiento a partir del respecto y la atenta escucha de las ideas contrarias! Como ustedes pueden comprobar deseos plenamente ingenuos por mi parte. 

 

Hay muchas Cataluñas que deben dialogar entre sí. Como cualquier país, Cataluña debe conjugarse en plural en su diversidad sociológica, ideológica, sentimental y territorial. He dicho en más de una ocasión que se equivoca quien “piense” Cataluña sólo desde San Gervasi o desde La Mina, desde Vic o desde Hospitalet. Debemos reunirnos en torno a la idea de la catalanidad plural pero integradora para poder ser un sólo pueblo sin que nadie sienta que se trata de una idea impuesta contra su voluntad individual. Un solo pueblo sí, pero un solo pueblo de ciudadanos libres y críticos dispuestos a dialogar y a acordar para mantener la cohesión social.

 

Por eso, a mi juicio, existe otro deseado objetivo que obliga también al realismo político en la actual coyuntura de suprema tensión: la unidad civil de los catalanes. Todos los catalanes debemos trabajar por encontrarnos en una común unidad cívica en torno a una catalanidad situada al margen de la legítima confrontación partidaria destinada a conquistar las responsabilidades políticas. Una catalanidad integradora en la que todos podamos actuar políticamente pensando que cualquiera que sea nuestra opción ideológica tenemos en común el sentimiento de pertenencia a una realidad histórica, lingüística, política y cultural que supone que, objetivamente, podamos definirnos bajo la especificidad de “ser catalanes” ante los demás pueblos del mundo. Salvando por supuesto el derecho individual de quien no quiera participar de la catalanidad, y después de acordar que en esta condición podemos reunirnos la inmensa mayoría de los ciudadanos, cada cual, lógicamente, optará por sus creencias axiológicas, ideológicas y políticas, pero reconociendo en el otro el común denominador de la catalanidad. 

 

Y he de decir que en Cataluña esta petición no siempre es escuchada, porque algunos de los más nacionalistas tienen tendencia a excluir, a menudo de forma inconsciente, de esa catalanidad basal común a quienes no están de acuerdo con sus propuestas políticas e ideológicas para el futuro del país. Sentemos una premisa básica de Perogrullo: Cataluña es de todos los catalanes y sobre ella no tienen más “propiedad” los ciudadanos nacionalistas que los ciudadanos no nacionalistas, ni tampoco a la inversa. Lo que es de todos es de cada uno de nosotros pero de nadie en propiedad exclusiva. Ningún ciudadano puede ser considerado “extranjero” o “traidor” por sus ideas sobre la propia Cataluña. La catalanidad debe ser inclusiva y no excluyente: nadie debería pensar que es más patriota por ser más nacionalista o por no serlo. Cataluña será de todos o no será.

 

Es importante para nuestro futuro colectivo como catalanes que desaparezca esta actitud. Para ello es fundamental hablar entre nosotros sobre nuestras diferencias acerca del mejor futuro posible para Cataluña. No deberíamos contemplar la actual situación sólo desde el prisma del enfrentamiento entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán. La evidente división existente en el seno de nuestra sociedad obliga a que el diálogo sea también, previa y necesariamente, entre nosotros los catalanes. Ahora cada cual vive aislado en su propio paradigma de “evidencias”, y lo cierto y verdad es que las posturas han ido alimentando de manera imperceptible un progresivo frentismo que de prosperar se convertirá en un miasma para la convivencia. Cuando una parte de la clase política y de la ciudadanía se acostumbra a vivir instalada en medio de una división binaria, se corre el peligro de acabar escenificando el cuadro de Goya de “Duelo a garrotazos”, donde dos mozos enterrados hasta la rodilla amenazan con pegarse hasta que uno de los dos se rinda o muera. Es decir, “quien más resista”, que diría Artur Mas.  

 

No debemos continuar instalados en un frentismo que algunos parecen desear irreconciliable por aquello tan clásico de agudizar las contradicciones manteniendo siempre las heridas abiertas. Un frentismo que, a mi juicio, se vería alimentado por un posible referéndum unilateral y contra la legalidad vigente. Un referéndum que de suyo tiene la naturaleza de ser simplificador de un tema de altísima complejidad, binario en una sociedad muy plural llena de matices ideológicos y que además se piensa como legítimo si se gana por un solo voto de diferencia. Confieso mi poca querencia por los referéndums. Y todavía menos por la subliminal idea, que parece estar triunfando, de que los mismos son una expresión mega-democrática frente a las decisiones de la democracia representativa parlamentaria que aparece minusvalorada como si se tratase de una minor-democracia. 

 

Creo que ese camino de democracia directa comprometerá la concordia entre los catalanes y que la división consecuente sobre una cuestión de tanta trascendencia no hará más que resquebrajar nuestra deseable unidad civil. ¿Cuánto tiempo tardará quien pierda esa votación en pedir que se repita cuando considere estar en una coyuntura que le pueda ser favorable para conseguir sus objetivos políticos? Soy de la opinión de que antes de tener más nacionalistas es mucho más importante seguir teniendo un país que todos reconozcamos como propio y singular porque nadie se lo ha apropiado excluyendo a los demás bajo la idea-sentimiento, no siempre manifestada pero ciertamente operante, de que algunos son los verdaderos patriotas frente a los cómplices de la pérfida y maléfica España. 

 

La política catalana y española está en estos asuntos de la soberanía tan sacralizada que la defensa de las “naciones eternas” puede acabar con la paz y la concordia necesarias en la vida civil para que cada individuo-ciudadano pueda desarrollar su propio proyecto vital. No deberíamos olvidar que sin la paz de la que hoy disfrutamos la vida se convierte en rancia supervivencia. Por supuesto que no apuesto por una paz basada en el temor y en la falta de democracia. Lo que digo es que los catalanes debemos poner la concordia social por delante para evitar que nos veamos sometidos a una confrontación fratricida, incruenta por supuesto, pero fraticida. Es evidente que nadie la quiere, pero eso no es garantía alguna para que no se produzca finalmente. Dependerá de nuestras acciones en los próximos meses. La historia esta plagada de infaustos acontecimientos que nadie deseaba que sucediesen. 

 

Todavía albergo la esperanza de que la intelectualidad catalana sirva a la causa de la cohesión social para evitar males mayores entre compatriotas. Todavía albergo la esperanza de que se constituya en un “pensatorio” socrático permanente donde reflexionar con objetividad, ecuanimidad, sobriedad, rigor analítico y realismo sobre el futuro colectivo de los catalanes para ofrecer ideas a nuestros representantes políticos y a nuestra sociedad. 

 

Los intelectuales deberíamos luchar contra la instalación de una comunidad bipolar de buenos y malos patriotas, de héroes y traidores, de demócratas y no demócratas según se esté de acuerdo o no con lo que “yo” opino, un “yo” que con frecuencia está hábilmente influenciado por los discursos de las diversas instancias oficiales que adoptan a menudo actitudes muy poco institucionales. 

 

El mundo intelectual debe poner en cuestión el frentismo de dos paradigmas opuestos como si en cada uno de esos mundos enfrentados no hubiera una realidad evidente y clamorosa: un mar de matices propios de una sociedad compleja como es la catalana. Si se busca conciliar para conseguir la concordia que otorgue basamento a la cohesión social, será gracias a quienes busquen el acuerdo a través de escuchar los matices del otro. 

 

Por eso, el mundo intelectual debe proclamar alto y claro que la incesante búsqueda de la hegemonía (política, social, cultural o sentimental) por parte del secesionismo tiene enormes peligros para la convivencia social, pues acaba promocionando el pensamiento único y cercenando la pluralidad ciudadana. El mundo intelectual debería advertir de que las identidades, si se desean tener, pues no es obligatorio tenerlas, deben ser suaves antes que fuertes porque las que son demasiado fuertes a veces se convierten en asesinas, como afirma mi admirado Amin Malouf. Por eso es tan conveniente que la identidad catalana y la española sean leves para poder de este modo ser compatibles entre sí y con otras identidades posibles como las de tu propio lugar de nacimiento, la europea o la identidad de ser un cosmopolita heredero de la Ilustración. 

En suma, el mundo intelectual debe interponer la racionalidad y el rigor analítico al populi